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Cultura y Educación Introducción de Nicolás Abbagnano


Historia de la Pedagogía

Nicolás Abbagnano (2005) (FCE)

INTRODUCCIÓN

Cultura y educación

El carácter más general y fundamental de una cultura es que debe ser aprendida, o sea, trasmitida en alguna forma. Como sin su cultura un grupo hu­mano no puede sobrevivir (a menos que asuma una cultura diversa, más o igualmente eficaz, caso en el que mutará concomitantemente su naturaleza toda) es en interés del grupo que dicha cultura no se disperse ni se olvide, sino que se trasmita de las generaciones adultas a las más jóvenes a fin de que éstas se vuelvan igualmente hábiles para manejar los instrumentos culturales y hagan así posible que continúe la vida del grupo. Esta trasmisión es la educación.


Verdad es que las sociedades primitivas carecen de "escuelas" en el sentido que nosotros damos a esta palabra. Pero, sin embargo, en ellas niños y jóvenes se ven igualmente sometidos a un largo periodo de aprendizaje en compañía del padre, la madre u otros adultos calificados para ello. Pasado ese periodo, y a través de una serie de pruebas que debe superar (como los "exámenes" de nuestras escuelas) y de una solemne ceremonia de iniciación, el joven es ad­mitido entre los adultos y los responsables de la vida común.


La educación es pues un fenómeno que puede asumir las formas y las mo­dalidades- más diversas, según sean los diversos grupos humanos y su corres­pondiente grado de desarrollo; pero en esencia es siempre la misma cosa, esto es, la trasmisión de la cultura del grupo de una generación a la otra, merced a lo cual las nuevas generaciones adquieren la habilidad necesaria para ma­nejar las técnicas que condicionan la supervivencia del grupo. Desde este pun­to de vista, la educación se llama educación cultural en cuanto es precisamente trasmisión de la cultura del grupo, o bien educación institucional, en cuanto tiene como fin llevar las nuevas generaciones al nivel de las instituciones, o sea, de los modos de vida o las técnicas propias del grupo.


No se insistirá nunca demasiado en la importancia que tiene la educación así entendida, no sólo por lo que se refiere a la vida o la supervivencia de cualquier grupo humano, sino también en lo que toca a la formación y el desarrollo de la persona humana individualmente considerada. Varios hechos parecen indicar que, alejado del consorcio humano, un individuo pierde o deja de adquirir o adquiere sólo mínimamente los caracteres "humanos".


Nos referiremos brevemente al caso de los llamados "niños salvajes", o sea los niños abandonados o perdidos en la primera infancia y privados de con­tactos humanos, que sobrevivieron como miembros de grupos animales (lo­bos o simios superiores) y fueron encontrados más tarde y restituidos a un mundo humano.


En todos estos casos, en el momento de ser restituidos a la sociedad hu­mana los individuos carecen de todo carácter humano. No hablan y no tienen la capacidad de hablar; su desarrollo mental se halla detenido en un nivel que supera en poco la imbecilidad. Sus reacciones son en gran parte automáticas: no parecen tener conciencia de sí y se muestran indiferentes a la compañía humana. En algunos casos no tienen ni siquiera la posición erecta y la aprenden con dificultad. No sonríen ni ríen, sino que emiten sonidos aná­logos a los de aquellos animales con los cuales han vivido.


Además, en todos estos casos, su educación o re-educación ha sido imposible o posible únicamente en un grado mínimo, no más allá del que puede alcan­zar un idiota. Estos hechos demuestran la importancia que, en la formación de una persona humana normal, tiene el conjunto de las influencias educati­vas debidas a los contactos humanos, a través de los cuales, incluso en las so­ciedades más primitivas y rudas, el niño aprende las indispensables técnicas (empezando por el lenguaje) que; definen su condición humana.

Culturas estáticas y dinámicas


Dado que sin su "cultura" un grupo no se puede conservar ni los individuos que a él pertenecen pueden alcanzar una condición que pudiera calificarse de "humana", no es de maravillar que todos los grupos humanos traten de re­forzar en sus miembros la conciencia de la importancia, el valor y la indispen­sabilidad de las técnicas culturales, y el modo más sencillo para reforzar tal conciencia consiste en atribuir o reconocer a las precitadas técnicas un carác­ter sacro, por el cual la ignorancia, la violación o el menoscabo de ellas ad­quiere la calidad de acciones perversas o impías, o sea, tales como para incurrir en castigos humanos o divinos.


En efecto, en las sociedades primitivas, no sólo las técnicas de comporta­miento (las costumbres, las reglas morales y religiosas, etc.), son protegidas mediante las mencionadas penas, sino que también lo son, con frecuencia, las técnicas de uso y de producción de los objetos, ya sea porque éstas son igual­mente indispensables para la vida del grupo, o porque, en ausencia de la es­critura, su trasmisión es más difícil y corre el peligro de perderse, de tal modo. que se experimenta la necesidad de estabilizarlas mediante sanciones oportu­nas. Los ritos y las ceremonias que acompañan o puntúan ciertas actividades del grupo (por ejemplo, el principio de la caza o de la cosecha de un producto cualquiera) sirven precisamente para hacer que esas actividades se desenvuel­van de acuerdo con las técnicas tradicionales, de tal modo que éstas no se pierdan ni modifiquen.


De aquí que mientras más difícil le resulte a un grupo humano conservar y trasmitir su patrimonio cultural, tanto más tenderá a reconocer el carácter sacro de cada parte o elemento de dicho patrimonio.


Ésta es la situación pro­pia de las llamadas sociedades primitivas o primarias: es decir, que precisa­mente por ello tienen un carácter estático, y tienden a conservar su cultura sin mutaciones o con las menores mutaciones posibles. En tales sociedades se ignora o se condena la búsqueda de nuevos medios o instrumentos, de nuevas formas de vida; el individuo que pertenece a ellas tiende a evitar toda novedad o a referirla a lo que se conoce tradicionalmente.


Por contraste con las sociedades primarias, las llamadas sociedades civili­zadas o secundarias son aquellas cuya cultura está abierta a las innovaciones y posee instrumentos aptos para hacerles frente, comprenderlas y utilizarlas. Es­tos instrumentos son forjados por el saber en todas sus formas, y, para ser más precisos, por el saber racional, el cual, desde este punto de vista, se puede definir como la posibilidad de renovar y corregir las técnicas culturales.


Por lo tanto, las sociedades primitivas no son, como suele creerse, las más jóvenes; por el contrario, son, desde el punto de vista cronológico, muy viejas y, con frecuencia, mucho más vetustas que las sociedades superiores más an­tiguas. Se caracterizan más bien por no haber encontrado otro modo de super­vivencia si no es el de inmovilizar las técnicas de vida de que han llegado a posesionarse. Frente a estas sociedades, las secundarias, que sobreviven me­diante la innovación y1 la rectificación de sus técnicas son, puede decirse, más jóvenes precísamente por el hecho de que se renuevan.


Filosofía, pedagogía, ciencia


Las consideraciones anteriores eran necesarias para mostrar la amplitud e im­portancia del fenómeno educativo en el mundo humano. Ahora, limitando nuestro discurso a las llamadas sociedades civilizadas, o sea, a aquellas en las cuales los elementos culturales están, en alguna medida, abiertos a las innovaciones y rectificaciones, diremos que tales sociedades se enfrentan a un doble proble­ma.


El primero es el de conservar y trasmitir, en la forma más eficaz posible, los elementos culturales reconocidos como válidos e indispensables para la vida de la sociedad misma. El segundo es el de renovarlos y corregirlos continua­mente de manera de volverlos propios para hacer frente a nuevas situaciones naturales o humanas.


Desde la Antigüedad clásica estas dos tareas, conservar y renovar la cultu­ra, fueron abordadas en forma racional y consciente por la filosofía. La filoso­fía, en cuanto reflexión sistemática sobre los problemas de la cultura humana, tuvo sus orígenes en aquella civilización griega que ha legado gran parte de sus rasgos más característicos a nuestro mundo occidental, desde las formas democráticas de convivencia civil hasta el gusto por la investigación desinte­resada y sin prejuicios de los fenómenos naturales.


En griego "filosofía" sig­nifica "amor por el saber", y ya la etimología sugiere no solamente la idea de una preocupación por conservar el saber constituido, sino también, y sobre todo, de un esfuerzo intencional por renovarlo y ampliarlo.


La "generalidad" de la filosofía tiene un carácter lógico, en cuanto es una investigación enderezada hacia cualquier objeto, es decir, a cualquier orden de hechos, de actividades, etc., pero también, al mismo tiempo, tiene un ca­rácter social, en cuanto es una investigación que puede ser emprendida y reali­zada por cualquier hombre, dado que todo hombre es un "animal racional"; por consiguiente, no es el patrimonio de una casta o categoría privilegiada de personas, como sucede cuando el saber asume una forma religiosa o mística (por ejemplo, en las sociedades orientales).


En sus principios, la filosofía tendía a identificarse con todo el saber, o mejor dicho, con todos los conocimientos que tuvieran carácter racional y sis­temático (es decir, excluía únicamente las técnicas de artesanía); pero suce­sivamente se desprendieron de ella varias ciencias particulares (matemática, física, química, astronomía, biología, psicología, etc.), que se volvieron au­tónomas.


No obstante, ha sido y es competencia de la filosofía la tarea de enfren­tarse al doble problema de que hemos hablado: es decir, por una parte, con­servar y defender los elementos culturales considerados como válidos; por la otra, combatir y eliminar los elementos culturales que se hayan convertido en un lastre y promover nuevos desarrollos de la cultura. Esto lo puede hacer no ocupando el lugar de esta o aquella ciencia ya constituida, sino —en ocasiones— ayudando a que se constituyan ciencias nuevas y, en general, esforzándose siem­pre por mantener vivo un clima de libertad intelectual, de discusión sin pre­juicios y de apertura hacia lo nuevo y lo imprevisto.


Cuando al realizar esta doble tarea de conservación y progreso la filosofía se preocupa más específicamente de los modos como las nuevas generaciones deben ponerse en contacto con el patrimonio pasado sin quedar esclavizadas éste, o sea, cuando se preocupa en forma precisa y deliberada del fenómeno educativo tal como lo hemos planteado, asume la veste y la denomina­ción de filosofía de la educación o pedagogía.


Por tanto, existe entre la filosofía y la pedagogía una conexión estrechísi­ma y a primera vista parecerá como que la diferencia que pudiera existir entre ellas es sólo cuestión de acento. Toda filosofía vital es siempre, necesaria e íntimamente, una filosofía de la educación, porque tiende a promover mo­dalidades y formas de cultura de cierto tipo y porque contempla un cierto ideal de formación humana, aunque no lo considera definitivo ni perfecto.


Pero el término "pedagogía", que literalmente significa "guía del niño", puede tener un significado más extenso y abarcar, a más de la filosofía de la educación, algunas ciencias o sectores de algunas ciencias, indispensables para un control del proceso educativo. ¿Cuáles son esas ciencias?


En primer lu­gar la psicología, sobre todo aquellas partes de ésta que se refieren al desarro­llo mental, a la formación del carácter y a los modos de aprendizaje. A últi­mas fechas, la sociología ha demostrado ser una indispensable ciencia auxiliar para plantear y resolver debidamente los problemas de la educación. Junto a la psicología y la sociología, se ha venido desarrollando una técnica o conjun­to de técnicas que emergen de la práctica educativa misma: la didáctica. Incluso la técnica de los exámenes y, en general, de la puesta a prueba de los adelantos escolásticos ha asumido recientemente el carácter de una ciencia au­tónoma que algunos denominan docimología.


Sin embargo, no parece que sea ni correcto ni útil considerar a la pedagogía como inclusera, además de la filosofía de la educación, de todas estas ciencias o técnicas; pero es indudable que la pedagogía debe tener en cuenta, concreta­mente, las relaciones que guarda con ellas, circunstancia que la reviste de ca­racteres propios frente a la filosofía general.


Se dice con frecuencia que dichas relaciones son análogas a las que existen entre el fin y los medios: la pedago­gía, en cuanto filosofía de la educación, formula los fines de la educación, las metas que deben alcanzarse, mientras que la psicología, la sociología, la di­dáctica, etc., se limitan a proporcionarnos los medios propios para la consecu­ción de esos fines, a indicarnos los caminos que debemos recorrer para alcan­zar esas metas.


A decir verdad se trata de una distinción que rige hasta cierto punto: fijarse metas en abstracto, sin tomar en cuenta los medios de que se dispone para alcanzarlas, sería una actividad de dudosa eficacia y, por su parte, las ciencias pedagógicas no podrían ser útiles si ignorasen la finalidad, los "ideales" edu­cativos a que deben contribuir.


Sin embargo, precisamente a la pedagogía compete la tarea de coordinar las contribuciones de las diversas ciencias auxi­liares y técnicas didácticas, y de impedir que se caiga en recetas fijas, de evitar que se cristalicen los métodos y los valores, y, en resumen, de llevar a cabo aquella misión de apertura hacia lo nuevo y lo diverso que tiene en común con la filosofía, o, para decirlo mejor, que tiene en la medida en que es filosofía.


En este sentido, los problemas de la pedagogía son aún hoy sustancial­mente los mismos que se ofrecieron a la reflexión consciente mucho antes que las disciplinas y técnicas precitadas se constituyeran y consiguieran una cierta autonomía. Ésta es la razón por la que se estudia la historia de la filosofía y la pedagogía: no se trata de una pura curiosidad arqueológica sino de una necesaria iluminación de los problemas actuales mediante el estudio de sus orígenes y de las soluciones ensayadas en el curso de los siglos.



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